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Juan Bautista
Paco Bautista, sma

En la escuela de la fragilidad se aprende mucho. Aunque cansado, estoy contento de poder acompañar la enfermedad de mi padre. Desde el doce de octubre, en que se cayó por ver primera, su deterioro se ha acentuado, e intento procurarle mayor atención y cuidados.


En cuanto a los momentos convulsos, agitados, que estamos viviendo, me gustaría compartir con vosotros una convicción profunda. Toda persona es mi prójimo, mi hermano, sin importar la condición, el sexo, la religión o la raza. Me preocupa que se intente “demonizar” a todo un colectivo, como la comunidad islámica. El que haya terroristas entre los más radicalizados no significa que todos los musulmanes sean una amenaza.

También me parece muy peligroso que se pongan bajo sospecha los refugiados que llegan de Siria, por si éstos fuesen potencialmente agentes del terror. Son hermanos nuestros que huyen de la muerte, son víctimas de un sistema que hace el gran negocio de la guerra, pero nunca una amenaza.

Mantengamos en este tiempo de adviento el sentido común y pidamos por la paz y la justicia. Un abrazo grande.

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JUAN BAUTISTA

Juan estaba inquieto. Llevaba meses bautizando en el Jordán. Un fuego lo devoraba por dentro, estaba convencido de que las cosas no podían seguir así, por eso pedía un cambio de corazón, por eso anunciaba al Mesías, aquel que traería un tiempo nuevo para que todo fuese conforme a la voluntad de Dios.

Juan se rebelaba contra los que acumulaban sus bienes mientras había hermanos en la necesidad. No soportaba que alguien tuviese dos túnicas viendo a su vecino desnudo. Le dolía que los publicanos (recaudadores de impuestos) exigiesen al pueblo más de lo establecido. Les pedía que dejasen de robar, pues aquello sólo les llevaba a la perdición y a empobrecer más a sus conciudadanos. En la misma línea se encaraba con los militares que a él se acercaban. Les conminaba a dejar las extorsiones, a no abusar de su fuerza frente a los débiles y a contentarse con la paga que tenían.

Sus palabras eran claras, encendidas como un relámpago. Su voz gritaba sin cansarse en aquellos áridos parajes.

Una noche un grupo numeroso de los que se bautizaban se le acercó. Todo el mundo estaba a la expectativa y se preguntaba si no sería él el Mesías.

- ¿Eres tú el Mesías?, le dijeron mirándolo fijo a los ojos.

Juan guardó silencio. Su mirada se perdía en el horizonte como si esperase algo o a alguien. Por fin clamó con rotundidad:

- ¡No, no, no! ¡De ninguna manera! Os lo aseguro, no soy yo. Yo le preparo el camino. Necesita un pueblo con los corazones dispuestos a cambiar. Ese es mi cometido. Su bautismo será superior al mío. Yo os sumerjo en el agua, él os dará el poder abrasador del fuego para que luchéis con todas vuestras fuerzas, para que forjéis el nuevo orden que él traerá.

- Pero tu dignidad es más que suficiente para ejercer de Mesías.

- ¡Os equivocáis! El que viene puede más que yo. Mi dignidad no me alcanza ni tan siquiera a poder desatarle la correa de sus sandalias. Ahora, que cada cual se convierta de corazón, y dispongámonos sin dilaciones a prepararle el camino.

Juan calló. Dio media vuelta. Se retiró a una cueva escavada en roca y comenzó a rezar. Sus interlocutores también callaron.

De repente el horizonte se oscureció. Los cielos comenzaron a tronar. Se desató un aguacero formidable. En el auditorio fue abriéndose el convencimiento de que el Mesías estaba a la puerta.

La voz de Juan zarandeaba, cuestionaba, molestaba. Nadie quedaba indiferente ante ella.

Algunos que lo habían escuchado, escandalizados, pensando que el profeta melenudo merecía un escarmiento, corrieron dónde Herodes y lo acusaron de alterar del orden público, de amenaza al trono.

Entonces, el Bautista, no tardó en dar con sus huesos en las mazmorras de Maqueronte, junto al mar muerto. Lunas más tarde, el virrey de Galilea, tras la danza de la hija de Herodías, su ilegítima esposa, hizo rodar la cabeza de Juan por los suelos.

El miedo del monarca y los medios arteros de su mujer tuvieron la macabra consecuencia del asesinato del profeta. Afortunadamente su misión ya estaba cumplida. Dios, incluso en los renglones más torcidos, sabe escribir derecho y abrirse camino.

Un abrazo grande en esta nueva semana de adviento. Paco Bautista, sma.